Universo paralelo

Ha llegado el final de mis veintiocho días de permiso de paternidad, y para ser padre por tercera vez, es la primera vez que he podido ejercer y disfrutar de este breve y miserable derecho vital.

Antes, en los casos normales, dicen que la ley te dejaba ser papá unos trece o quince días, que se han visto aumentados a veintiocho desde este mismo enero (2017). ¡BIEN!

Un pequeño gran paso para nosotros los padres que queremos ser padres. También para las madres que necesitan de la presencia de esos padres y, un mini paso para esos bebés recién llegados. Veintiocho días… parecen muchos vistos desde fuera, muchos para tus compañeros de trabajo, para tus jefes, para todos los que no viven con esos niños tuyos en tu casa. Y puede que sea cierto, son muchos días seguidos sin ir a trabajar para aquel que te contrata, pero para cuidar (o aportar lo que sea en ese instante de la vida) de tu bebé, veintiocho días son lo mismo que una gota de agua en el océano. La nada más absoluta.

En el primero de mis ‘no permiso’ yo era muy muy joven, demasiado. Un adolescente inmigrante sin papeles. Medio estudiante, medio currante, con un empleo en negro poco estable; ese era yo.

En aquel nacimiento, estuve dos días sin ir a la obra, los dos días siguientes al parto. Ni más ni menos.

En esa época, en mi mundo de Yupi, fue de lo más normal no estar presente el tiempo mínimo indispensable que ameritaba la ocasión. Socialmente digamos que era lo que tocaba. Yo estaba feliz y súper tranquilo; ser padre muy muy joven fue el mayor cambio de todos los que podría haber experimentado, pero para nada se convirtió en una experiencia de alto riesgo. Estaba muy cómodo. Y no gracias a mí.

En el segundo de mis ‘no permisos’ yo seguía siendo joven, no muy muy, pero lo suficiente. Habían pasado bastantes años desde la primera vez, pero la experiencia del nacimiento aún me resonaba por dentro.

Tener otra vez un hijo volvía a ser un gran reto, un reto del que a pesar de haberme pillado unos cuantos años más mayor, más consciente y más responsable, no fui todo lo partícipe que bebé y mamá (sobretodo mamá) precisaban. Creo que también fueron tres días (como mucho) los que estuve sin ir a trabajar. Y gracias.

En esta segunda instancia ya no estaba tan tranquilo ni tan cómodo como la primera vez. Pero es que, con veintitantos la cosa ya empezaba a ponerse de un color marrón oscuro.

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En definitiva, mi único permiso de paternidad realmente acaba de suceder ahora. A la tercera. ¡Veintiocho días!

Cuando sigo siendo joven, no muy ni muy muy, sólo joven; un joven que ahora sí que se había pasado el modo Demo de su paternidad.

Me hice mayor, lo sé porque me he dado cuenta por mí mismo de que existe un universo paralelo que se creó junto con el universo que todas y todos conocemos, en el inicio de los tiempos; un universo paralelo que llevaba toda la vida ahí, ahí mismo.

Un universo paralelo donde no hay descanso, donde no duermes ni tus ocho ni tus seis horas; donde te levantas cada una de las mañanas a poner el desayuno a tu hijo, donde lo vistes y le preparas la mochila para llevarlo a tiempo a la escuela. Un universo paralelo en el que casi despiertas pensando en qué harás hoy de comer; en el que te das prisa para recoger el desorden de casa antes de que el niño vuelva para desmontarlo todo otra vez.

Un universo paralelo repleto de pañales cambiados y por cambiar, de lavadoras por poner, de platos por fregar.

Un universo paralelo donde no existe el tiempo muerto, ni las vacaciones, ni el día de asuntos propios; donde no valen los despistes, donde si te aburres, te arrepientes o te cansas ¡TE JODES!

Donde las palabras ‘yo’, ‘por mi’, ‘para mi’, ‘descanso’ y ‘paz’ (entre otras) se colocaron al final de la lista…

En mi único permiso de paternidad me di cuenta que el trabajo más duro (y más importante) del mundo no es el que papá y el abuelo creían que hacían. No era levantarse temprano para ir a trabajar y traer dinero a casa. No. Nunca lo fue y nunca lo será.

Se acabaron mis veintiocho días. Y Solo estuve de paso, porque así funciona esto. Se acabaron mis veintiocho días, ojalá fueran para siempre. Aunque me esté cayendo a trozos.

«Los niños duermen» (microrrelato)

Cae la noche otra vez. Y ahí estás, sentado frente a la tele, pensando que es tu momento. Pasando por todas las categorías que te ofrece Netflix, seguro de que esta será la noche en la que por fin te relajas y disfrutas de lo poco que puedes disfrutar. Tu gran noche.

Pero no.

El día, a pesar de ser uno más entre tantos otros, te ha consumido. Y mientras se suceden las imágenes de las series más rompedoras en tu pantalla, tu subconsciente y tu consciente están a otra cosa, pensando en lo puta que es la vida, y que, otro día más acaba de irse sin glorias ni penas.

De fondo, imperceptible, resuena el runrún que te recuerda que casi todo lo que tienes lo has elegido tú. Que lo que te pasa es la consecuencia directa de cada uno de tus actos y de los pasos que seguiste; los que te han traído justo hasta donde estás ahora. Y es cierto.

Pero lo de que la vida es puta, también.

La hora avanza. Netflix sigue ahí, esperándote en la pantalla, manteniendo esa falsa sensación de compañía en la habitación, mientras tus ojos empiezan a estar un poco más cerrados.

Los niños duermen desde no hace mucho. Es el gran acontecimiento de la jornada y de toda la historia de la paternidad y la maternidad. Mejor que los miércoles de Champions League, si no fuese porque lo retrasan literalmente hasta que tú ya no vales nada.

Con los pies descalzos, y haciendo recuento de los juguetes que puedes ver esparcidos por el suelo, piensas en ellos y en el día que te han dado. Casi te vuelves a hundir.
Pero tu pequeño lado optimista da el asunto por zanjado, confiado de que mañana no puede ir peor. Aunque desconfías, porque en realidad no eres tan optimista, y sabes que sí que puede.

La oportunidad de ver Netflix ha expirado. Pero siempre supiste que hoy tampoco ibas a ver nada. Porque es indiscutible que lo mejor que tiene la noche (y quizá todo el día) es ese momento de soledad en que sólo se oyen coches a lo lejos, y el silencio solo es roto por la voz de algún que otro estúpido vecino insomne.

La hora sigue avanzando. No perdona. Y con cada minuto que pasa, el colacao de la mañana está un poco más cerca.